sábado, 10 de enero de 2015

Juan XXIII, el Papa del Concilio

Con sumo gusto presento la que quizá sea la mejor biografía publicada en castellano sobre la vida del Papa Juan XXIII. Se trata de un estudio riguroso, documentado y basado en los propios escritos del Papa. El autor combina la sensibilidad del periodista con la rigurosidad y el sentido de la perspectiva de historiador, y con la profundidad del teólogo. La obra consta de veinticuatro capítulos, que van acompañados de una introducción, un prólogo, una completa lista de fuentes y una bibliografía.

Angelo Giuseppe Roncalli, era el tercer hijo de los once que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola, campesinos de antiguas raíces católicas, y su infancia transcurrió en una austera y honorable pobreza. Parece que fue un niño a la vez taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló sus deseos de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que primero debía estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de Cervico, y allí lo envió.


Lo cierto es que, más tarde, el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que, en una ocasión, mientras recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma lengua, se detuvo de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa en los labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus ojos.

Por fin, a los once años ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad de los sacerdotes que formaba más que por su brillantez. En esa época comenzaría a escribir su Diario del alma, que continuó prácticamente sin interrupciones durante toda su vida y que hoy es un testimonio insustituible y fiel de sus desvelos, sus reflexiones y sus sentimientos.
En 1901, Roncalli pasó al seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito de seguir la carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de abandonarlo todo para hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar por sus escritos, no fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con hombres muy distintos de los que conocía y fue el punto de partida de algunos de sus pensamientos más profundos.

El futuro Juan XXIII celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de 1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría en él una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. 

En 1952, Pío XII le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la República Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia. Roncalli brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios de la Iglesia. Sin embargo, su elección como papa tras la muerte de Pío XII sorprendió a propios y extraños. No sólo eso: desde los primeros días de su pontificado, comenzó a comportarse como nadie esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne actitud que había caracterizado a sus predecesores.

Para empezar, adoptó el nombre de Juan XXIII, que además de parecer vulgar ante los León, Benedicto o Pío, era el de un famoso antipapa de triste memoria. Luego, abordó su tarea como si se tratase de un párroco de aldea, sin permitir que sus cualidades humanas quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos papas habían sido víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la vida, amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de las gentes del pueblo.

Como pontífice dio un nuevo planteamiento al ecumenismo católico con el Secretariado para la Unidad de los Cristianos y el acogimiento en Roma de los supremos jerarcas de cuatro Iglesias protestantes. Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la vida de la Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura eclesiástica, promovió una renovación profunda de las ideas y las actitudes.

Trascribo a continuación un breve relato del Concilio que nos muestra Hebblethwaite:

"...el Papa Juan comenzó a distanciarse de algunos de los borradores preliminares. Un día midió una página con su regla y dijo: ‘Quince centímetros de condenas y solo dos centímetros de alabanza. ¿Acaso es esta la manera de dialogar con el mundo contemporáneo?'. Correspondió al cardenal Montini (luego PabloVI) la tarea de hacer comprender este punto en la reunión final de la Comisión central. Los anatemas y las condenas, dijo Montini, no son la respuesta contra los errores contemporáneos. En el mundo moderno los remedios contra los errores son la misericordia, la caridad, y el testimonio de vida cristiana. Tras este discurso se oyó al cardenal Ottaviani murmurar: ‘Pido a Dios que me llame antes de que acabe el Concilio; así estaré seguro de que muero como católico'. Así y todo el Papa Juan acabó conquistando a Ottaviani y éste escribió a Capovilla (secretario, que lo cuenta en 1989) una carta llena de admiración para el Diario del alma. Llegaba el momento de irse de vacaciones (ad aquas, como se dice en lenguaje vaticano). El Papa no se quedaba libre hasta el 31 de Julio. El 30 recibió a Shizuka Matsubara, superior de un santuario sintoísta en Kyoto. Anotó en su Diario: Me dio mucho gusto recibir una visita tan buena... El Papa desea estar unido con todas las almas honradas y rectas, dondequiera que se hallen, de cualquier nación, en un clima de respeto, comprensión y paz... "

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